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ALEJANDRO MICHELENA: la fuerza ritual de la poesía

por Heber Benítez Pezzolano

Tiene un significado muy especial para mí presentar un libro de Alejandro Michelena, a quien conocí por el 79 u 80, cuando lo encontrábamos con el querido amigo y poeta Javier Cabrera (ya fuera de este mundo desde hace diez años), en el Sorocabana. El aroma inolvidable y los tiempos del café compartido (innumerables horas en una mesa), los de la poesía y de aquellas otras luchas, en que él, mayor que varios de nosotros, pero siempre sin edad y con el perfil muy bajo, representaba. Un referente de aquella época; con Alejandro, y luego con Elder Silva, me acerqué varias veces a las reuniones de Cuadernos de Granaldea. Y fueron también, poco después, los tiempos de Destabanda, con Mario Aiello, la editorial en que publiqué mi primer libro de poesía.
 
Un pudor, una rigurosa lealtad a la cultura como espacio de transformaciones críticas desde la literatura y, particularmente, desde la poesía, un lugar de resistencia en vez de un nicho de muerte por el mercado, eso se me representa de aquellos tiempos con la imagen de Alejandro. Y el café, las tradiciones de los cafés en donde se enrollaba y se desenrollaba la cultura, y de la que él escribió certeramente. Por eso, si hay una portada que lo representa, es la de este volumen, en la que se figura un pocillo en el que embeben o en el que abrevan las letras navegando en esa sustancia mágica, como quería Marosa, para sentir el café. El café, el gran espacio y taza ritual es, como en el epígrafe de Claudio Magris que Alejandro pone en el poema titulado precisamente “Gran café”, un lugar de la escritura. Se está a solas, con papel y lápiz y todo lo demás, y dos o tres libros, “aferrados a la mesa como un náufrago batido por las olas”, en ese mar “maderamen”, “puerto con mesas redondas como barcos/de solos marineros/de solos marineros/que encallaron aquí”, las inequívocas mesas del Sorocabana, encalladas en un laberinto que figura a un “minotauro de tiempo/que se muere”.
Alejandro es, en cierto modo, un poeta de aquel tiempo, de aquel ambiente y de aquellas exigencias, de ciertos gestos que cuajaban la conciencia de un decir dentro de cierto pudor, tan minimalista unas veces como expansivo otras. Un aquel espaciotiempopoesía que llega hasta ahora y que, persistiendo, nos muestra su necesidad. Cuando la poesía era un hablar, por así decirlo, la reserva de una potencia que nos lanzaba y nos preservaba resistiendo, la contradicción del lenguaje admitido, de sus límites en el sentido, en la productividad de la poiesis, Alejandro se entregaba a trabajar sus lecturas de otros así como sus textos con una dedicación y unos tiempos que no son los de esta época de hiperexposición publicacionista, de narcisismo desesperado, de superproducción compensatoria, de atropellos corporativos y de obsesión mediática. Había en su actitud, y en parte de lo que podíamos hacer con las nuestras, una ritualidad que aseguraba una cierta dimensión sacra, pero secularizada, de la poesía y de su lugar entre nosotros. Esa dimensión contenía, por cierto, una significación política que en su momento las palabras no podían articular, pero sí decir desde el momento mismo de su enunciación. O en términos de un poema posterior de Alejandro: picotear conciencias.
Otros rituales, me parece, desde el título, un juego con el sentido duplicado y anfíbológico que se articula con la memoria de su segundo libro édito, Rituales, de 1984. La palabra “otros” designa a esos otros poemas nuevos que se suman a la naturaleza común de aquellos que ya estaban; pero también la palabra “otros” emerge en el sentido de que estos nuevos resultan diferentes de los rituales previos. Repetición y diferencia promueven sus tensiones no solo en el título sino en el conjunto de los textos que ofrecen yuxtaposición y continuidad entre las que en suma son las dos partes del libro.
La poesía de Alejandro posee, en un primer impacto, una impronta marcada de contemplación melancólica, incluso la palabra y sus sinonimias se reiteran intensamente, pero jamás se reducen a una suerte de folclore tanguero de la ciudad, lo que acarrearía el peligro de introducir el estereotipo. Su figura geométrica es el círculo, no solo el de la redondez intra y extrapoética de las mesas de mármol cuyas imágenes sabemos que evocan sus textos, al modo de pequeños mandalas conectados pero individuales, como islas, sino el de un eterno retorno del existir contorneado por la circunferencia que protege y somete la vida a un deslizamiento gris que se interna en lo oscuro, como en el poema “Cotidiano refugio”. Una de esas u otra mesa “navegando en la noche” se constituye en la primera imagen del libro, en el poema “Arte poética”; allí la nocturnidad crece en símbolos y a la vez cobija a los “queridos papeles”, que “en cajones/dormitan”. Esos papeles no son el olvido por parte del paso del tiempo y del poeta mismo, sino su decantación, pero también el destino en un cajón ante el desencanto de un mundo despoetizado por las ideologías dominantes del sistema social y su capítulo dictatorial. Estas son algunas de las notas claves de su poética, y, a la vez, no es inocente que dicha composición abra el libro, como si se tratara de una declaración de conceptos y de una estética, de una toma de partido que envuelve a la escritura, a su idea de poesía y al mundo que resulta de todas sus relaciones. Esa poética contiene diálogos poderosos que no vamos a enumerar, diálogos directos u oblicuos, afinidades que se advierten a veces fragmentariamente (Ezra Pound, T.S. Eliot, la evidencia de Juan L Ortiz, Puig, Macedo)
Una aclaración. Porque si es verdad que la poesía de Alejandro Michelena cuenta con la fuerza referencial del contexto dictatorial, sería un error fatal creer que esta es una determinante “en última instancia” de su mundo del texto. Su politicidad asume formas diversas y absorbe signos heterogéneos de la cultura del capital, los cuales siempre son capaces de conmover la subjetividad en sus planos más íntimos. Un capítulo aparte merece, y el lector sabrá de inmediato por qué, “Del exilio interior”.
En el poema “Miseria de la filosofía” el café vuelve a ser espacio, esta vez bajo la definida presencia de los intelectuales. Alejandro Michelena, que también lo ha sido y lo es, tanto como poeta, construye un texto fuerte con clara referencia a Marx (un estudio con el que Marx procura desmitificar el idealismo anarquista de Proudhon) y en el que el poema recurre a las isotopías encontradas entre lo que hablan los intelectuales y los golpes de la realidad. En cierta medida el mismo me recuerda al Vallejo de “Un hombre pasa con un pan al hombro…”. Transcribo dos pasajes del poema a modo de ejemplo:
Habrá que estructurar la nueva ética”
y el viejo hotel les muestra su negruzca
fachada (…)
Habrá que analizar todos los mitos”
y se sintieron gritos
en la esquina

un pálido poeta
voló unos cuantos metros
-levitando-
y aterrizó en la acera
de cabeza.


Esa realidad es la que empuja al poeta, en un sentido material, a partirse la cabeza en las baldosas. Es mediante esta construcción irónica –no obstante nunca cae Michelena en la mordacidad cruda- la que nos muestra, sin dejar de tomar distancia y de autorreferirse a un tiempo, la futilidad de los intelectuales, de la intelligentsia, en suma, si se quiere, de nuestras futilidades. La melancolía resurge en un poema como “Praxis”, en que el presumible romanticismo, o aun el simbolismo de los soles ponientes, los acordes crepusculares con toda su tonalidad –su música- declinatoria, aflora la realidad prosaica que informa el sentido de los versos, que se deja envolver en esa música para confirmarla y refutarla a la vez: los salarios impuntuales, las deudas impagas. La poesía contra la usura –como en Ezra Pound- y una sutil vigencia de cómo la brutalidad del capital impregna los latidos del corazón:
Por detrás de las meras
apariencias:
el lobo de la usura
como nunca pecando
contra natura.

sigue siendo entonces bien
certera
aquella vieja tesis:
que la base económica incide
en nuestros más selectos
sentimientos.


Son varias las zonas temáticas de la poesía de Michelena, y no podemos evitar detenernos en esa “tristeza” que protesta, dolor antropológico quizás, ante el tópico del tempus fugit, en la belleza de un poema como “El río”, desplegado desde evocaciones de la antigüedad clásica a “un joven rostro en foto que se añeja”, tema que vuelve de otro modo en “Multiplicación de la imagen”, con su triste ironía sobre el flujo del tiempo y la reverberación platónica de las ideas. O asimismo en el sutil y conceptual “Discrepancia con Heráclito”, cuyos dos versos finales (“es posible que nunca/los pájaros emigren?”) condensan la tensión entre la realidad y el deseo. Pero hay una energía que todo lo hilvana, que construye un estilo reconocible, sin estridencias de la sonoridad ni de la metáfora, con un ritmo de evoluciones controladas y que a la vez contienen el impulso de un impacto acumulado y en ocasiones en su cierre para los poemas. El amor y su huida, en sus avatares y en el tiempo que huye a la vez, todo a través de la mesura y el pudor para designar a su propia capital del dolor en esta poesía que sugiere el desgarro pero no lo traza: queda en su lugar ingrávido, como en el poema “Leve canción evocativa”, o en la otra evocación que culmina en las escaleras de una imaginación que ama en ejercicio por las calles de la ciudad, que elabora la figura de la amada en riguroso vuelo, que lo es asimismo de la imaginación.
(Presentación leída por el autor en Kalima, Montevideo, el 9 de mayo de 2016).

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